martes, 11 de enero de 2011

Una historia de amor.

El sol se ocultaba detrás de las cortinas porque no nos quería ver, no quería escuchar el sonido de mi sangre corriendo presurosa por debajo de mi piel, no quería ver el brillo de mis ojos ni el momento en el cual iba a dejar de ser lo que había sido hasta entonces.
Había violencia en ese cuarto, una violencia roja, violencia natural, venida desde el instito, saciada con amor, bañada con toda la magia que siempre hay entre nosotros dos. Sentía que mi cuerpo lo llamaba poco a poco, lo invitaba a quedarse para siempre, y entonces me daba cuenta que sí... que él y yo fuimos hechos para estar juntos, porque nos acoplamos perfectamente el uno al otro, porque nos entendemos, porque incluso respiramos al mismo tiempo, como si nuestros corazones hubieran sido programados para dar el primer latido en el mismo momento.
Nunca había deseado nada con esa parte de mi existencia, la parte deshinibida, la parte salvaje, la parte intranquila que hasta entonces yo no conocía. Todo había ocurrido con él y de manera más fácil de lo que yo me imaginaba.
Él es todo lo que yo siempre había deseado.
Era uno de esos días en los cuales no me reconozco porque no soy más que paz y tranquila oleada de elocuencia todos los días, pero cuando estoy con él todo mi equilibrio se parte en mil pedazos y me convierto de pronto en el tornado que secretamente soy.
No desconfío más del amor que siento, es uno de esos que te llenan los pulmones, te esfixian poco a poco y te convierten en su súbdito, esclavo eterno de su presencia, velador de su ausencia y que te asesinan cada día un poco más con el mejor de todos los placeres:la más grande de todas las malditas felicidades.
Ya no importaba nada, como si el mundo se hubiera quedado helado, como si el tiempo se hubiera detenido (de nuevo) y mi corazón quería salir y explotar hasta rasgar la piel y exponer las víceras y la carne, la constitución humana que me devoraba por dentro, tratando de que miles de años de evolución regresaran hasta ese instante para cumplir su destino de preservación de la especie.
He de admitir que me transformo, que no distingo entre el bien y el mal, para mí todo es hermoso, y que de palabras dulces a palabras francas perfiero todas y que mi cuerpo trataba una vez más de deshacer ese recuerdo de piedra, de súbito trauma evanescente para darle vida al amor nuevo, al amor verdadero y he de admitir también que la transformación no es del todo una metamorfosis.
No lo es porque había una parte de mí que en silencio desobedecía a mi cuerpo en llamas, un espectro de hielo que hacía que me aterrorizara y por más que mi fuego interno luchara con toda su fuerza para que me dejara derretirme, fundirme en él como he deseado desde hace tanto tiempo... dejar que se funda conmigo.
Pero lo logró, porque es superior a mí.
El amor y la voluntad pueden más en mí que cualquier otra cosa, por más que una fuerza insospechada e involuntaria de la parte más inocente de mi alma se negara y se negara a tener su cuerpo cerca, a sentirlo como era realmente... fuimos una sola persona, por un poco más de cuatro segundos.
Murió mi niñez interna, la física al menos, y me alegra, me alegra tanto que haya sido él quien acabara con ella, porque no hubiera querido ni podido regalársela a nadie más, porque en este mundo no existe nadie a quien pueda amar más que a él.
Esa es toda la verdad.

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