domingo, 12 de enero de 2014

Silence.

La luna y las estrellas poco a poco nos fueron cambiando la cara, el sonido no fue el mismo debajo del agua después de ese día; el brillo, en vez de iluminar, asustaba; pero ya mucho hemos hablado sobre aquella noche.
Hemos vivido insistiendo en que la suerte (mala, en este caso) es la culpable de todo, de los malos momentos y de los buenos que son acosados por los infernales, de nuestras malas decisiones, e incluso de nuestras pesadillas. Como si tú, yo y los veinte años que llevamos a cuestas no sirvieran para nada; como si no tuviéramos esencia. No es como si algo de todo esto estuviera comprobado, no es como si, en serio, esa luna nos hubiera lanzado una maldición, ¿qué es entonces? Se trata del momento en que nuestra alma se calló.
El alma no es como la lengua, los labios, el aliento y los dientes, el alma es como ondas, como luz; cuando quiere, no emite nada, y la nada, te lo puedo asegurar, no le vendría nada mal a tu aparato fonador. Pero así es, la nada es lo peor que le puede pasar al alma, ya no es el problema que brille, que vibre y que llene todo el lugar, lo cual solía horadar y desgarrar nuestra alma joven, tersa y estriada; ahora, el problema es el silencio. Cada día es más difícil hilar palabra con palabra, deslindarse de la electricidad y de la energía, cargarse del deseo y la pasión de la oscuridad  y soñar de nuevo con aquel lugar de sirenas hermosas (no monstruos con forúnculos), con magia de raíces latinas (no magia negra), y una noche oscura bajo árboles de cristal (no debajo de limadura de plata), sin embargo, el cerebro se resiste y desafía toda física conocida.
Aunque mi alma esté callada, quieta, más que muerta, mi cabeza sigue siendo la parte con la cual se desahoga mi corazón, cuando me tiemblan las manos y se me cierran los ojos, ahí está todo de nuevo; dentro de mi mente, el lugar sigue siendo precioso, tal vez esté abandonado y los nombres ya no se escuchen revueltos entre susurros saliendo de aquella máquina, pero mi vida sigue amainando ahí, y eso nunca se va a extinguir. Hay luces que ni con la más despiadada de las interferencias se apagan.
En el fondo, uno no deja de ser quién es, aunque pasen veinte años, aunque se le deshilachen las esquinas o se le reviente el corazón, cuando éste fue creado con tinta y mientras siga latiendo fuerte (y sobre todo cuando lo haga despacio), va a seguir bombeando historias del amor y la catástrofe, de la traición, la muerte y las imágenes que nadie sería capaz de ver de no ser por él. Yo podría jurar que no existe una sensación superior a esa, un don detrás de una herida, una pasión secundada por la soledad o una creación simultánea (y parecida) a la de una tortura. Incomparable, éxtasis y revolución. Indescriptible. Impresionante.
El amor, literalmente, palabra por palabra.

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