viernes, 13 de julio de 2012

... Y aunque yo quisiera no se da.

Era un suicido, una hora, un segundo, un minuto, una lágrima derramada que a nadie le importaba, el extracto incoloro e indefenso de su alma y juventud, eso era ella todos los malditos días. Era un regalo, decían, ¿y si alguien me hubiera preguntado qué pensaba yo? Yo no pensaba nada. Casi siempre era su olor lo que me disgustaba, su presencia me causaba mareo y su nombre, náuseas. Ya no se podía decir que era amor lo que sentía por ella, era sólo una infinita compasión que había estado empollando sin querer en la cuna de la culpa, la que ella me adjudicaba con esa mirada angustiada que, de verdad, a nadie le importaba. Si de algo sabía yo era de la culpa, mil veces había tenido que arrastrarme como un gusano de la peor clase, pidiendo, implorando a cualquier persona como ella, o peor que ella, que un día todo tomara forma, que el tiempo de espera se cumpliera y que la luz me diera en la cara o que me absorbiera la oscuridad, pero nunca sucedió nada, gracias a mí; siempre es lo mismo conmigo: no hago lo que quisiera y aunque quisiera no lo haría.

Qué triste que no haya víctima con nombre aquí, qué lástima que el victimario firme hoy con una gran equis como la cruz que lleva ella en su espalda, sin un autor capaz de salvarnos la vida; mil años habrían de pasar y nosotros seguiríamos encadenados, juntos, con ella y su mano en mi cuello forzándome a mirarla como siempre hemos deseado ambos que yo pudiera mirarla; ella no entiende que estos ojos se quedaron ciegos un día y aunque transcurran en este mismo instante esos mil años que ella podría esperar, yo nunca podría sentir lo que siente ella; ¿y si me preguntan qué es lo que siento yo? Un abismo, una pasión hecha añicos y un deseo inalcanzable de perderle la huella, de escapar de ella. Cómo quisiera cerrarle los labios por una vez, que me mirara sin miedo y que yo pudiera ser capaz de decirle 'Mira, ya no te quiero'... que las cadenas calleran a pedazos y no ella. Ojalá yo pudiera entender que la vida (ni nadie) no nos tiene sentados atados de manos y pies, incapaces de romper el hechizo, o, en este caso, la maldición...

Qué mal que no podría, ni ella, ni los dos, ni nadie. La verdad se nos escapa de las manos siempre que creemos tenerla ahí y aunque así fuera somos personas débiles y demasiado amables como para poder discutirla, estamos demasiado sordos, ciegos... perdidos, estamos demasiado atados y muy poco enamorados. ¿Qué sería de nuestras vidas solos? Una tormenta, un delirio. Qué mal que no puedo hacerlo. Ella era un suicido, siempre lo fue y siempre lo será.  Siempre es lo mismo con ella: me daría lo que yo quisiera y aunque yo quisiera no se da.

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