11.03.25
Nos vimos en el espejo y nunca vimos el fondo, un segundo después no pudimos recordar un ápice de nuestro rostro, ni la textura de nuestra piel, mucho menos el color de nuestros ojos. Siempre he regado las culpas a mi alrededor hasta que hoy me quedé sola con toda el agua estancada, anegada, podrida como yo, como ese reflejo que ya no recuerdo pero del que tampoco me puedo librar.
Nos vimos al espejo el abismo y yo, pero no encontramos más que el consuelo rápido de una juventud que retrocede unos centímetros cada día, como una presa en la sequía más aguda de toda la historia. No tengo nada dentro de mis manos, ni del pecho, y ya casi nada en la cabeza. Me estoy volviendo un desperdicio de recursos para mí misma y para todos los que me conocen porque ya no puedo devolver un saludo sincero, ni siquiera una mirada interesada.
Mi mente, por otro lado, está adiestrada para cumplir mínimamente con horarios, visitas y actividades sin excelencia de ninguna índole, incluso fallando hasta cierto grado, pero siempre interactuando y respondiendo. Por eso nadie ve el fatal vacío a quien tengo que retar todos los días: poniéndole obstáculos, robándole la energía, para evitar que se acerque más y me mate.
Sin embargo, el vacío y yo nos vimos al espejo y encontramos esos ojos cuyo color parece uno y luego otro al atrapar un rayo de sol, y que son nuestro único portal de comunicación. Yo dejo escapar al vacío por esos ojos a veces, y otras, solita escapa, pero jamás en forma tal que podamos preocupar a nadie o perturbar la estabilidad aparente que mis horarios y restricciones sostienen a duras penas.
El vacío y yo nos vimos otra vez hoy pero ninguna hizo nada por intentar recordar el rostro de la otra. Ambas sabemos que un día la voy a dejar ganar y no va a importar cómo nos veíamos: si éramos bellas, delgadas y tristes, o si fuimos dos o tres veces felices, redondas y rojas como jamones. No importará porque estaremos muertas y, al fin, en paz; rodeadas de flores y no de prisas, sin sentir el ardor de la angustia que provoca ser miradas, conocidas o queridas por otros. Sin nadie que recuerde nuestro nombre, como nosotras no podemos recordar nuestra cara todos los días.