Un día como hoy, amanecía tumbada en medio de un mar de
emociones encontradas, tan encontradas, tan infinitamente bien entrelazadas que
no podía sentir ninguna de ellas; yo salí a la calle ese día, y el día
siguiente, y la semana anterior, pero mi alma nunca se levantó de aquella cama,
si lo hacía se perdería en la angustia y mi consciencia sabía que de ahí nunca
la iba a poder sacar.
Yo sabía que andaba por el mundo desalmada, ignorando cosas
con las que solo podía soñar, tratando de esquivar todos los puntos lastimosos
de mi vida, y todo para ni siquiera pensar en todo lo que había salido mal, en
todas las heridas que habían abierto otras y las que seguían, porque ahí iba a
cambiar todo, iba a frustrar mi razón de vivir, iba a sangrar como nunca había
sangrado en mi vida. Entré y salí con la cabeza bien fría, porque si bien mi
alma estaba dormida en otra parte, dejé mi corazón ahí.
Las semillas de mi esencia se convirtieron en polvo, las
esparcí todas en el lugar equivocado. No, de hecho, les eché fuego. Fue como
arrojarme al vacío, y ese día (hoy) supe que la verdad es que no tengo nada que
ofrecer más que cobardía, que mis palabras son sólo eso, que aunque sepa
tejerlas, perfumarlas y venderlas, jamás
van a poder hacerme tocar la verdad. ¿Qué más pruebas se necesitan? Yo me
declaro culpable.
Por eso invento otros mundos, con otros nombres, otros
rostros y en otros lugares, porque no soporto la idea de tener que sacrificar
mi cama de seda y mentiras por la horrorosa realidad, y, de no ser por ese día
(hoy, y siempre, esto y todo) la realidad me hubiera roto la cabeza en cuatro
partes iguales; fue por eso que decidí romperme yo misma el corazón.
Perdón.
Perdón.
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