En el silencio y la quietud germina un monstruo, cuando está lo suficientemente grande, se abre paso dentro de mi pecho.
He aprendido que trepa por mi garganta y hace temblar mi corazón cuando se acerca... algo; ya no podría llamarlo dolor porque ahora este monstruo, mi monstruo, me protege. Tampoco puedo llamarlo ansiedad, ira, ni celos y mucho menos la envidia de la que tanto quiero escribir pero cuyas raíces ya no son más que hilos quebradizos dentro de mí; sólo puedo nombrarlo como algo que al fin tengo bajo control.
No existe nada aquí (ni allá) capaz de detenerme, querré explotar contra los límites o batirme al duelo contra el sol pero ahí, en esa muerte envuelta en fuego, con cada pedazo de mí lloviendo sobre todo el universo, seré la persona que nunca se rindió.
Hay algo poético en querer pelear con las manos atadas, hay algo hermoso en aprisionarse y tragarse la llave frente a todos; mi monstruo no se esconde, se agazapa. Todos aquí serán testigos.
No me importa si más tarde vengo a quejarme de esta furia, que venga con el hocico quemado todas las veces que pueda, porque sé que aunque llore años y me condene a perpetuidad, jamás me arrepentiré de maniobrar mi dolor y convertirlo en entrega, explosión y delirio.
Este amor obsesivo compulsivo que me repliega la sangre al pecho desde donde me controla, fue capaz de forjarme de nuevo desde las cenizas. Una y otra vez. No necesito otra prueba de que es real y tampoco voy a volver el rostro hacia quienes hacen malabares por quitarme algo (el sueño o al menos, la sonrisa), porque el monstruo no me lo permite. Eres demasiado grande, dice, tienes demasiado poder.
Vemos pasar los minutos juntos y contamos nuestras bendiciones, jamás nos dimos cuenta de todo lo que teníamos mientras llorábamos por lo que nos falta.
Repaso una y otra vez el nombre de mi madre y lo subrayo, dejé dentro de ella una parte de mi alma que nadie nunca podrá envolver con su envidia ni su mala intención, ni siquiera yo. Mido mi piel desde el principio hasta el final y agradezco que todos los intentos de terminar conmigo misma jamás rindieran frutos y pueda comenzar a mejorar, al menos no desde cero.
Miro a mi gente y veo en sus ojos la ternura que le falta a los míos, el asombro y la lealtad que pensé que no me merecía, y los acojo dentro de mis brazos sin importar lo que venga, porque somos familia más que amigos o amantes.
Leo mi armadura de papel y me regocijo de la fortuna, nada queda más que pedir.
No hay en la existencia cuchillo más afilado que una mujer que se siente completa. Una mujer con un monstruo domesticado durmiendo en su corazón.
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