El último atardecer del año ilumina el camino de la sangre debajo de mis pies, no quisiera lamentarlo, solamente quisiera recordarlo como un sueño salvaje, una llamarada de gloria con la que pinté mis párpados un par de noches y un perfume de incienso con el que te atraje a mi regazo. El enero pasado parecía una nube cargada de llanto, con todos los sentimientos confusos pero alineados hacia mi derrota... una nube profética, en realidad, porque permanecería intranquila y llena de miedo el mes completo, escondiéndome en los lugares del corazón que conocía porque en realidad no quería (y nunca he querido) alejarme... no sabía cómo salir ni cómo comenzar de nuevo, estaba ahí, hecha un ovillo pensando en lo que nunca se volvería realidad.
Fue entonces que, entre la multitud, me encontré con tus ojos, con el misterio hecho carne mirándome con deseo, supe desde el primer instante que me había encontrado cara a cara con mi castigo, o al menos con una largísima condena. En el fondo me alegraba sentir algo, después de tanto tiempo, algo parecido al vértigo, parecido a la adrenalina; ahora sé que fue como cuando un revés mortal está a punto de golpearte, tu corazón lo siente, la muerte nunca toma por sorpresa.
Traté de huir por todos los medios que conocía, traté de aferrarme a mi nostalgia y a mi ingenuidad adolescente pero derrotaste a mis demonios y los volviste tus siervos... y yo pensé que era cariño o amordazada alegría, no me di cuenta que estaba frente a un estratega, un delincuente. El príncipe de las tinieblas.
En la negrura, sin embargo, encontré el calor de los buenos tiempos, de las buenas noches, de la calma después de todas tus tormentas, porque tú no dejas de llover sobre mí y de señalarme con el dedo; el sol y el viento. No te tuve ni te tengo, pero tuve momentos, tuve chispazos, miradas y secretos. Sólo eso, que no sé si agradecer o seguirme arrepintiendo pero sé, estoy segura, que todo esto fue vivir al fin y no seguir cayendo.
Lo siento.
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