Estoy convencida de que esto no está bien, nada de esto, ni siquiera el poco que se me permite aunque roce todos los focos rojos, no es cierto. No reconozco mi voz y mi rostro, literalmente, ya no es el mismo. No sé por qué lo he hecho, pero vaya que estuvo bien.
A veces me gusta reprenderme por las libertades que me tomo (y como, sobre todo esas) porque ¿yo qué he hecho por obtenerlas? Nada más que lo mismo que he hecho siempre: morirme de tristeza, enfermedad y miedo. No sé dónde estoy ni por qué hace un mes creía que adoraba esos suelos, los ríos absolutos y los bosques fragantes, si me aterrorizaba pensar que la verdad me pisaba los talones, se escondía detrás del viento y retrasaba todos los vuelos; no me merezco nada de esto pero ya no sé vivir diferente.
Me gusta reprenderme por todo, por idiota, por mentirosa, por ser tan frágil cuando el corazón se me está endureciendo. Y es que ya no tengo palabras, aquí están todas las pruebas. Sé que quería con todo mi corazón salir del azul profundo, por más que lo adorase, quería ver el mundo y soñar que quizá podría ser libre pero eso lo tengo prohibido.
La castidad y la profunda desesperanza de mi corazón me ciñen firmemente a su peste roja (insuficiencia urinaria y gigantismo insular) nada más para que no deje de sentirme cómoda dentro de las fauces de la mediocridad y la congénita cobardía. Y claro está, esto no lo hizo mi padre, aunque se le aguasen los ojos recordando su propia vida, ni mi madre, aunque no me soporte ni pueda vivir sin mí. Pude ver que no soy sólo la víctima que me gusta creer que soy, ni de la soledad ni de la mala suerte, no soy la humilde persona que pretendo ser ni mucho menos la esquizofrénica "artista" que nadie más que yo imagina que soy; sólo soy una complicada mentira, la más intricada historia que he fabricado, de la que menos me siento orgullosa. Ojalá realmente hubiera escrito el capítulo sobre la libertad dentro de todos los tachones y el desastre y el polvo que no voy a limpiar nunca.
Lo cierto es que lo vi, vi el otro mundo, lo sentí cerca, dormí sobre sus pastos, nadé en sus heladas aguas y me prometí a mí misma que haría caso a mi padre y me sacudiría el laberinto de la soledad de la cabeza. Sin embargo, también está aquí dentro mi madre, en el ADN y en la maldita alma, cantando de cerca que, al final, todo en esta vida (sobre todo lo que es caro y lo que disfrutas con todas las fuerzas de tu alma) se paga.
Quién sabe por qué lo hice pero lo sigo haciendo, quizá no sólo por faltarle el respeto a lo que sé que puedo conseguir sino por deshonrar todo aquello que pueda yo tener honorable, y lo disfruté, cambié mi rostro y arrojé mi divitiae mirabilis al fuego, eso fue todo.
No sé si me dolió la incertidumbre pero sé que ya no la siento, no sé si el día es hoy o mañana o si no existe, al igual que el día en que enfrente a la muerte (o peor, a la vida), o la gloriosa noche en la que desaparezca de mi biografía la obsesión por el tormento o la demencia por la renuencia. No lo sé, sólo sé que por segunda vez tomé una decisión que nunca pensé que sería elegible, y vi algunas cosas que pensé nunca llegar a ver, como una manera madura de auto sabotaje. Así fueron algunas más de 26 noches de pensar que me podía morir y que iba a ser una gran historia.
Esto no lo hizo mi madre, aunque pretenda que sí, ni lo hizo mi padre, aunque le hubiera encantado verlo. Sólo espero el momento de ser yo quien se lo gane, quien se lo busque y quien no lo deje atrás. Sólo espero ya no ser yo, al menos por un par de años, y esta vez no sólo para dejar que me cargue la chingada y se me rompa el corazón, porque a eso me he dedicado por casi veintidós años. No, esta vez tengo que prolongar y afilar toda buena historia, desmembrarla y sacarle los sesos; beberme el blanco de sus ojos para poder, como dice Paz, tal vez romperle la cara al mundo. Justo como me la he roto ahora yo sola.
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