21.11.24
Desde que tengo memoria, siento una guerra dentro de mí. De un lado tengo el desdén como bandera, el egoísmo y la traición; del otro lado asoma la legión de la nostalgia, siempre en frenesí, con hambre y desesperación. Odio que mi vida oscile siempre entre un lado y otro, y detesto aún más darle a la gente el poder para activar el estado marcial.
A veces quisiera abrasar en fuego a esas dos naciones hasta que no quedara nada pero, como lo dijo sabiamente mi yo de dieciocho años, ninguno de mis rituales suicidas funciona. Quisiera, en otras (pocas) ocasiones, tener el valor de reinventarme por completo y sanar aunque fuera en otro lugar y en otro contexto. Sólo quisiera callar esas voces dentro de mi alma, ahogarlas o apaciguarlas, lo que suceda primero.
Al final, matarme de hambre sólo surte efecto un par de días, todas las sustancias venenosas están en un cajón junto a mi cama, el borde del puente cada vez parece menos alto y la perspectiva, cada día, es más amplia y más desoladora. ¿Quién soy si no me quiero morir todos los días?, ¿qué hago si no me estoy haciendo daño?, ¿por qué hacer las cosas bien se siente tan mal?
No pude controlar mis adicciones y las corté de tajo, funcionó pero ahora me quedé sin historias qué contar. En mis sueños veo al diablo velando mi cuerpo paralizado sobre mi cama de infancia, y me duele, me quema como si pudiera sentir las llamas del infierno en el que no creo y al que, de cualquier forma, estoy condenada.
Tal vez no sea un sueño, tal vez realmente me quedé ahí desde hace años y nadie lo ha notado todavía: mis órganos están fritos y mi piel calcinada, todo huele a pelo chamuscado bajo la sombra del árbol que mataron para que la casa pudiera crecer antes de ser abandonada.
El fuego inició ahí y puso a mis naciones en contra, no puedo elegir, sólo puedo pasar seis meses del año en cada lado y soñar con fuego y con casas a las que no podré nunca volver a entrar.
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